¿POR QUÉ NOS GUSTA VIAJAR?

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No a todo el mundo le gusta alejarse de su zona de confort más allá de sus vacaciones de estancia en playa o en montaña.

A muchos les parece tirar el dinero gastarse los ahorros de un año o dos en ir a otro país un par de semanas. Incluso viajar por el nuestro.

Evidentemente me refiero a las personas que se lo pueden permitir y no lo hacen.

Soy consciente de que no todo el mundo puede afrontar el presupuesto que supone un viaje.

También es verdad que hay muchas formas de hacerlo pero al final el desplazamiento no te lo quita nadie aunque encuentres una oferta.

Personalmente, muchas veces me ocurre que, los días antes de partir, me entra una especie de nerviosismo, como si algo fuera a pasarnos en el trayecto o en destino. Y pienso “qué necesidad, quién me mandará a mí ir a tal o cual sitio, no estoy tan mal aquí”.

Pero luego, en el momento que llego al lugar elegido, nada más aparcar el coche o nada más aterrizar el avión, me invade una sensación de aventura que me engancha de tal manera que a veces pienso en quedarme a vivir donde haya ido. De hecho, siempre trato de imaginar cómo sería mi vida allí.

Como digo siempre a los miedosos: en todas partes sale el sol.

Tendemos a imaginar oscuridad en todo aquello que nos da miedo. Hay personas que piensan que correr el riesgo de un viaje no les merece la pena. Yo pienso que desde que nacemos estamos corriendo riesgos todos los días, nadie está libre de ello ni en su casa. Por tanto, salgamos a conocer este planeta que habitamos.

Cierto es que viajar supone renunciar a nuestras comodidades incluso si puedes alojarte en los mejores hoteles. Hay que madrugar, cambiar constantemente de alojamiento con el consiguiente hacer y deshacer de maletas, comer diferente y no siempre lo que te gustaría y a la hora que quisieras.

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Tienes que visitar lugares aunque el clima no esté de tu lado porque es probable que no vuelvas por allí. Puede que vayas en grupo y no encajes en él.

Y, a pesar de todo, a nosotros nos compensa. Nos renueva por dentro y por fuera, sacude nuestras almas, nuestras conciencias. Te das cuenta de que hay miles de realidades distintas a la tuya, pensamientos, ideologías, religiones, que no hay una verdad absoluta. Cada uno hemos crecido en una sociedad diferente y ello marca nuestra forma de vivir y de pensar.

Cuando sales de tu entorno y te sumerges en el de otros, tu mente se expande, te vuelves más tolerante, te das cuenta de que formas parte de algo más grande y no sólo de ese pequeño mundo que nos fabricamos estando en casa.

Cuando el cambiar de alojamiento, hacer y deshacer equipaje, madrugar, comer diferente, renunciar a ciertas comodidades, se convierten en tu rutina diaria y lo asumes como parte de ti, te acostumbras a la itinerancia  y, a partir de ahí, todo es disfrute y dejarte empapar por cualquier experiencia que la vida te presente cada día. Todo lo demás se vuelve accesorio, ya no importa cómo vistes, cómo llevas el pelo, si tienes más o menos cosas. Eres tú en estado puro, adaptándote a cada momento.

Si te da el sol, te pones una gorra; si tienes calor te abanicas; te adaptas al momento. Dejas de darle tanta importancia a tu imagen que tanto te preocupa cuando estás en tu lugar de residencia, en el qué dirán.

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Desaparecen todo este tipo de presiones de la sociedad en la que vivimos. De repente no hay límites, todo está por descubrir, dejas de vivir en una burbuja y quieres comerte el mundo, no pararías.

Si pudieses quedarte en el viaje, lavar la ropa y continuar, no lo dudarías, harías de la itinerancia tu vida, te instalarías en ella, descubriendo nuevos lugares, sumergiéndote en otras culturas, conociendo personas cuyos pensamientos y formas de vida son tan buenos o mejores que los tuyos. Sientes la pureza de otras almas y te dejas sorprender por sus creencias. Te impregnas de todas esas maravillas que están ahí fuera.

El mundo nos transforma y realmente esto es lo que nos llevaremos de esta vida: las experiencias nos completan.

¡Mundo, allá vamos!

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