Kioto en tres días

Kioto, la antigua capital imperial, aún conserva casi intacta la tradicional cultura japonesa. Es el estereotipo que todos asociamos con Japón, el de las geishas y las casas de té, los mimados jardines y la filosofía zen, las costumbres ancestrales y la cultura milenaria. La que fuera residencia del emperador durante más de 1000 años, presume orgullosa de ser emblema de un pasado imperial y la capital espiritual del país.

La mejor forma de moverse por esta cuadriculada urbe es en autobús, lo que resulta pesado y a veces incómodo, por las considerables distancias entre los muchos puntos de interés. Todo lo importante está disperso en puntos extremos de esta extensa villa. Como consejo, cuánto más cerca os alojéis de la estación de Kioto mejor, todas las líneas de autobús empiezan ahí y para ir al bosque de bambú, Fushimi Inari o Nara se puede utilizar el tren de cercanías JR. Los aproximadamente 2000 templos o santuarios con los que cuenta dan fe de su importancia histórica.

La tarde que llegamos a Kioto nos dimos un paseo por el barrio de Miyagawacho, uno de los cinco hanamachi o barrios de geishas. Habíamos leído que era más fácil encontrarse con una geisha o una maiko (aprendiz) en este barrio, sobre todo a partir del atardecer, pero no tuvimos esa suerte. Se las suele ver fugazmente saliendo de alguna casa para ir a trabajar o para coger un taxi. De todos modos el paseo nocturno por este encantador barrio tradicional es muy agradable, está lleno de okiyas, casas de geishas, de ochayas, casas de té, y algunas tiendas de dulces típicos japoneses, de ropa y demás complementos que usan geishas y mujeres japonesas cuando llevan el tradicional kimono. Si te encuentras alguna no cuesta nada ser educado para pedirles una foto (nada de selfies), con un cortés “sumimasen” seguro que se paran amablemente para inmortalizarlas.

Al día siguiente teníamos reservado un free tour con Civitatis. El tour comienza en la orilla del río Kamo, en el paseo opuesto a las terrazas de Pontochō, otro típico barrio de geishas. En el grupo nos hemos juntado una treintena de hispanohablantes, algo que denota que Japón está de moda. Nuestro guía nos relata sucesos e historias de ese excelso pasado imperial. Nos adentramos en Gion, otro de los populares hanamachi, en una suerte de viaje al pasado, entre callecitas empedradas y casas tradicionales de madera, de arquitectura Machi-Ya. Caminamos paralelos al riachuelo Shirakawa, entre cerezos, casas de té y tiendecitas, es uno de los escenarios de la película ‘Memorias de una geisha’. Nos detenemos en un rincón encantador: el santuario Tatsumi y enfrente el puente del mismo nombre.  

La siguiente parada es el santuario de Chion-in, sede de la secta budista Jōdo shū, al pasar la imponente puerta de acceso nos aguardan dos escaleras, una para hombres y otra para mujeres. En ellas se rodaron escenas de la película ‘El último Samurai’. El espectacular templo es uno de los más populares y monumentales de Japón. También cuenta con una campana de 74 toneladas, la más grande del país y en la que, para hacerla sonar 108 veces en la ceremonia de año nuevo, son necesarios diecisiete monjes. Tras conocer su historia, seguimos la ruta hacia Maruyama Park, una de las zonas históricas más importantes de la ciudad. Allí descubrimos las fascinantes historias de los antiguos emperadores nipones y de los guerreros samuráis llamados Shōguns.

En la recta final del tour nos dirigimos a la pagoda de cinco pisos Hōkan-ji, atravesando la bulliciosa Sannenzaka, una calle empedrada rodeada de casas tradicionales, tiendecitas de artesanía y dulces locales. A esta calle también la llaman ‘La cuesta de los tres años’, y es que, según la leyenda, si tropiezas en sus escaleras tendrás tres años de mala suerte. Desde la aledaña Ninenzaka, ‘La cuesta de los dos años’, se puede ver la pagoda en su máximo esplendor. Y por fin llegamos a la guinda del pastel, el impresionante templo budista Kiyomizu-Dera, el templo del agua pura y entre miles de turistas intentamos hacer alguna buena foto. Desde su fantástico balcón de madera nos empapamos de unas vistas increíbles del valle donde se asienta Kioto.

Para saciar el apetito nos metemos en el mercado Nishiki, una estrecha calle peatonal techada (shotengai) repleta de puestos de pescado fresco, dulces tradicionales y especias exóticas. En un concurrido puesto degustamos calamar, anguila, palitos de cangrejo XL y tempura sentados en unas cajas de cerveza. Súper barato y muy rico.

Por la tarde nos esperaba una sorpresa: la ceremonia del té en Maikoya, un regalo para Eva que disfrutamos intensamente. Embutidos en los kimonos nos sumergimos en el ritual de la ceremonia donde nuestra profesora nos enseña los cuatro elementos, la armonía, el respeto, la pureza y la tranquilidad. Aprendimos a preparar y servir el té matcha que luego degustamos. Una inmersiva y sensorial experiencia que nos acercó a ese cuidado y ceremonial protocolo milenario y que os animamos a probar.

En nuestra apretada agenda incluimos una última visita a Fushimi Inari Taisha con la idea de ver el atardecer desde allí. Es uno de los santuarios sintoístas más conocidos e importantes de todo Japón y también lo podéis encontrar en la película que mencionamos anteriormente: ‘Memorias de una geisha’. Inari es el dios del arroz y el patrón de los comerciantes, ya que en la antigüedad se asociaba tener una buena cosecha de arroz con tener prosperidad en los negocios. Y esto explica una de las características del santuario que más llaman la atención: los miles de torii que parecen formar un infinito pasadizo techado, con sus cuatro kilómetros de caminos, y que han sido donados por comerciantes que ponen sus nombres o los de sus negocios en estas puertas rojas para que el dios Inari les sea propicio. Es difícil no contagiarse de la magia y el misticismo que rezuma este lugar. Lamentablemente durante nuestra visita se desató una auténtica tempestad que nos obligó a abortar la subida y refugiarnos en unos edificios ya de bajada del monte.

Nuestro tren de vuelta nos deja en la gran estación de Kioto, para volver a nuestro alojamiento y recuperarnos de este largo día. Dicha estación de estilo futurista merece dedicarle algo de tiempo, tiene 70 metros de altura, cuenta con salas para exposiciones temporales y un Skyway, que consiste en un túnel corredor que comienza en el undécimo piso de la estación y cruza 45 metros sobre el hall principal, con unas vistas magníficas, además de toda la actividad de la estación y de la popular torre de Kioto. Su planta baja y sótanos están bien surtidos de interesantes restaurantes, tiendas, áreas de ocio e incluso un centro comercial. Compramos un pase de 24 horas de autobús y metro para el último día de visitas y lo rentabilizamos con todas las visitas que hicimos.

Civitatis

No hay bancos para sentarse en la calle y casi en ningún sitio. Parece mentira, pero esto es un choque cultural interesante. Por lo visto en Japón no existe la idea de utilizar el espacio público como lugar de ocio. Cuando los japoneses quieren sentarse a charlar van al parque, a un restaurante o a una cafetería. Incluso en parques también escasean; la falta de inversión del gobierno y de empatía hacia las personas sin hogar siguen retrasando su aparición.

A la mañana siguiente nos dirigimos temprano hacia el Oeste, a Arashiyama, en el cercanías JR de la línea San-In Line. En unos 40 minutos atravesamos un interesante barrio tradicional y llegamos al imponente templo Tenryu-ji, con unos exquisitos y cuidados jardines (nombrados Lugar Paisajístico Nacional Especial), para salir en su parte posterior al inmenso bosque de bambú, otro de los ‘must’ de Kioto, invadido por hordas de visitantes, en el que resulta casi imposible sacarse una buena selfie o disfrutar con todos los sentidos de esos estirados troncos mecidos por la suave brisa. El sonido de los tallos balanceándose ha sido declarado como uno de los cien sonidos a preservar en Japón. Hay otra forma más romántica de llegar al bosque, a la par que lenta, y es tomar el tranvía Randen que parte de la estación Shijō-Ōmiya, especialmente en primavera con la floración de los cerezos, atravesando mágicos túneles formados por las ramas y llegando al Kimono Forest, una sucesión de pilares cilíndricos vestidos con vistosas telas de kimono y con una increíble iluminación nocturna.

A la salida del bosque nos cruzamos con un simpático señor que hablaba bastante bien castellano pues estuvo viviendo en St. Domingo de la Calzada hace 30 años, y ahora tiene un puestito de venta de postales pintadas a mano. Nos deleitó con su versión del ‘Tractor Amarillo’, canción que recordaba con cariño.

Por la tarde hicimos una visita a la ciudad de Nara, famosa por sus ciervos y sus templos. Os lo contaremos en una próxima entrada.

Nuestro último día en Kioto lo dedicamos a recorrer los principales atractivos dentro de la ciudad con el bono de autobús y metro. La primera parada, a 40 minutos de nuestro hotel, fue el pabellón dorado o Kinkaku-ji ubicado en el Norte. Se construyó en 1397 como casa de retiro del Shogun Ashikaga Yoshimitsu y fue reconstruido en 1950 tras un incendio. Ahora, transformado en un templo zen, goza de una armonía única, su silueta recubierta de láminas de oro se refleja en el lago y constituye una imagen icónica. Suele estar muy concurrido, así que la exclusividad exige un buen madrugón. ¡No tires la entrada! es un amuleto de protección.

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Tras unos 40 minutos de autobús abordamos el complejo del templo Ginkaku-ji o pabellón de plata, que sinceramente, después de ver el dorado nos dejó indiferentes. Quizá lo más reseñable es el “mar de arena plateada”, un jardín seco de arena blanca. Tuvimos unos momentos tensos entre nosotros, la insistencia por mi parte para aprovechar al máximo la mañana sin dejar espacio al ocio o la simple contemplación tuvieron mucho que ver. Y es que esta ciudad cansa e incluso irrita, por muy fan que seas de los templos y la cultura zen, la abrumadora lista de “imprescindibles” puede arrollarte si no gestionas racionalmente las visitas. Nos reconciliamos recorriendo el refrescante Camino del Filósofo, conocido como Tetsugaku no Michi en japonés, recibe su nombre por Nishida Kitaro, un profesor de filosofía de la Universidad de Kioto que hacía esta ruta todos los días para meditar. Este sinuoso camino de unos dos kilómetros al borde de un canal transcurre por los barrios de las machiyas, las casas tradicionales de madera, y es el lugar perfecto para desconectar de las multitudes. Al finalizar el camino tomamos un autobús con dirección al centro y durante el recorrido pasamos por casualidad por un mercadillo súper animado, sin dudarlo nos bajamos en la siguiente parada. Se trata del Heian Raku Ichi Market, situado en el parque Okazaki, a las puertas del enorme complejo del santuario Heian Jingū. Nos encantan estos mercadillos, son magníficos termómetros de la personalidad y el costumbrismo del lugar, había puestos de artesanía, antigüedades, coleccionistas de todo tipo, etc. Después de tomar una refrescante limonada, nos dirigimos a la zona comercial más conocida de Kioto, las calles  Shinkyogoku y Teramachi ambas cubiertas, en la primera predominan los souvenirs y en la segunda hay galerías de arte, tiendas de ropa y librerías, así como artículos religiosos. Hay un curioso y pequeño santuario, Nishiki Tenmangu, en plena calle comercial cual oasis de paz entre tanto éxtasis consumista.

Lo que no vimos: Al final quitamos de la lista el Castillo de Nijō y el Palacio Imperial, principalmente por tiempo pero también por hastío. El primero porque lo sustituimos por el de Himeji, uno de los mejor conservados, completamente original y 100% visitable. Y el segundo porque requería dedicarle al menos una mañana por su enorme extensión. Si decidís visitar este último, el acceso es completamente gratuito y existe una app que os hará las veces de guía virtual: Palaces guide, que está disponible en castellano.

Nuestro consejo es que planifiquéis bien lo que queréis ver haciendo listas de lo más importante y de lo opcional. Esta ciudad puede ser agotadora tanto físicamente como mentalmente. Esperamos que os haya gustado esta entrada y nos vemos en la siguiente.

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