Hiroshima y Miyajima en un día

A las 8:15h del 6 de agosto de 1945 el mundo se detuvo. Un bombardero B-29 de las fuerzas aéreas norteamericanas, bautizado como Enola Gay, lanzó la primera bomba atómica contra objetivos civiles. «Little boy» explosionó a 600 metros de altura sobre la ciudad de Hiroshima con un radio de destrucción total de 1,6 kilómetros. La estimación total de bajas de finales de 1945 varía de 90.000 a 140.000. Tres días después, una segunda bomba, «Fat Man» aún más destructiva, hacía blanco sobre Nagasaki. La rendición de Japón no se hizo esperar, el 15 de agosto, a la vista de la desolación, muerte y poder destructivo del arma definitiva. Los estadounidenses terminaron de un plumazo con el conflicto en aguas del Pacífico. Este hito en la carrera atómica marcó un antes y un después en las relaciones entre países que, lejos de aprender la terrible lección, alentaría una escalada de producción de bombas nucleares cada vez más poderosas.

No puede haber justificación alguna para aplicar semejante nivel de devastación, sea cual sea la finalidad a conseguir, que no es otra que perseguir la aniquilación de la raza humana. En palabras de Dwight D. Eisenhower, “… los japoneses estaban listos para rendirse y no era necesario golpearlos con esa cosa horrible.”

Llegamos a la estación de Hiroshima en hora y media desde Osaka. Justo al salir de la estación está ubicada la oficina de turismo, donde podéis recabar información y algún plano de la ciudad con las rutas de los autobuses turísticos que están incluídos en el JR Pass. Llevábamos el tiempo medido para visitar Hiroshima y Miyajima en el día, así que subimos al autobús de la ruta roja que nos llevaría al Parque Memorial de la Paz. Antes de acceder al mismo nos impresionó el Monumento a la Paz o Cúpula Genbaku, un edificio dedicado a la exposición comercial, y que fue la estructura más próxima al hipocentro que “resistió” el impacto de la bomba. Los caminos del parque desembocan en el Museo Memorial Hiroshima y durante el paseo se suceden distintos monumentos conmemorativos, como la Campana de la Paz, el Monumento a la Paz de los niños o la Llama de la Paz, que permanecerá ardiendo hasta que cese la amenaza nuclear en el mundo.

En el museo de los «horrores» impera un respeto solemne y un silencio sepulcral, solo roto por el llanto súbito de algún emocionado visitante. Avanzamos a paso de procesión entre cientos de personas por la vasta colección de objetos, fotografías y documentos, muchos de ellos muy explícitos, como muestras de laceraciones, quemaduras y todo tipo de aberraciones fruto de la devastadora radiación. Historias descarnadas se suceden a lo largo de los pasillos, como la de Sadako Sasaki, una niña que a los dos años de edad vivió de cerca la explosión, en el radio del hipocentro, y la posterior “lluvia negra” que cayó sobre las víctimas días después. Tuvo una infancia relativamente normal hasta los once años cuando le diagnosticaron leucemia maligna aguda y le dieron, como máximo, un año de vida. Una compañera de habitación le habló de la leyenda japonesa que promete que, a quien pliegue mil grullas de origami en un año, se le concederá un deseo. Sadako murió a los doce años de edad habiendo logrado su objetivo y construyendo aproximadamente 1.400 grullas.

Tuvimos que acelerar nuestra visita, pues la cantidad de piezas, documentos y objetos es muy extensa si te detienes en todas ellas, nosotros estuvimos unas dos horas. Hay un vídeo bastante realista proyectado sobre la ciudad que pretende simular el impacto de la bomba.

En otra área del museo se desarrolla la historia de la carrera armamentística nuclear, desde los orígenes con el proyecto Manhattan hasta la situación actual, donde docenas de países cuentan con armamento atómico. Hay reproducciones de las bombas «Little boy» y «Fat Man» lanzadas en Japón.

En el libro de firmas del museo puede leerse un llamativo «I hate americans«.

A la salida nos dirigimos a la escuela de primaria Fukoromachi, una de las más cercanas a la zona cero y que sufrió graves daños. Al cabo de los días hizo las veces de puesto de primeros auxilios y su pared negra quemada se usó de tablón de mensajes para encontrar personas desaparecidas. Con media hora es suficiente para ver las distintas aulas de la escuela.

Papeleras. La mentalidad occidental no está acostumbrada a tener que buscar desesperadamente un lugar para depositar desechos. Será por el Feng shui o por la prevención de un ataque terrorista, pero no hay papeleras en Japón. Tienes que cargar con tu basura hasta que encuentres un konbini o tienda de conveniencia, llevártela al hotel o tirarla en las papeleras de las estaciones de tren o metro. Esto no impide que las calles estén absolutamente impolutas.

Para ir a la isla de Miyajima volvimos a la estación de Hiroshima para coger un tren JR de la línea Sanyo (cercanías) que nos dejaría en la estación de Miyajimaguchi en apenas media hora. A unas pocas paradas, mientras llovía torrencialmente, el tren se paró en la estación de Nishi-Hiroshima. Por lo visto había un accidente unos kilómetros más adelante y tuvieron que cortar esta vía en dirección Miyajima. Aprovechamos para comer algo en el 7-Eleven de la estación, como unos ricos onigiris. Como la cosa se iba alargando, recurrimos al tranvía de la Miyajima line que discurre paralelo a las vías del tren. Es mucho más lento pero el viaje en sí fue una inmersión más en las costumbres niponas. Nos subimos a un antiguo tranvía, con conductor y revisor, de los que tienen una cuerda para tocar una campana que avisa al conductor para continuar viaje. En cada una de las paradas el atento revisor no dudaba en subir o bajar el carrito de la compra a una anciana o en prestar cualquier tipo de ayuda a quien la necesitara. A nosotros nos avisó de nuestra parada justo en la anterior, pues sabía perfectamente a dónde nos dirigíamos, y se despidió quitándose la gorra con la clásica reverencia. A pocos metros de la estación de Miyajimaguchi llegamos al ferry (desde octubre del 2023 hay que pagar 100 yenes de tasa turística) que nos llevaría a la encantadora isla.

Civitatis

Durante la travesía en el barco es emocionante admirar cómo se va haciendo más grande la figura del gran Torii rojo, imponente y magnífico. Casi no nos damos cuenta de las bateas donde se cultivan las afamadas ostras, el plato estrella del lugar. Nada más desembarcar, somos recibidos por numerosos ciervos, curiosos y atrevidos mendigando algo de comer. Hay unas galletas de arroz, shika senbei, que pueden adquirirse para saciar su apetito. Y también carteles indicando cómo proceder con su comportamiento.

Miyajima es como se conoce popularmente a la isla-santuario de Itsukushima, donde está prohibido morirse. Es un terreno sagrado desde el siglo VI, en los albores de un sintoísmo más puro, y donde no se permiten ni muertes ni nacimientos desde 1978.

Entre cientos de turistas seguimos el paseo al lado del mar hasta los miradores expresamente colocados para fotografiar al torii rojo, no sin antes degustar un plato de ostras a la brasa, delicioso.

El gran torii plantado sobre el agua (Patrimonio de la Humanidad) es el principal reclamo del santuario, construido en 1168 a 200 metros de la costa, ha vivido numerosas restauraciones (la última en 1875) y actualmente es el octavo torii reconstruido. Mide 16,6 metros de altura y tiene un peso de 60 toneladas, su color rojo y los símbolos del sol y la luna grabados en la parte superior, al este y al oeste, protegen al santuario de los malos espíritus. Gracias a su arquitectura inteligente, puede soportar temporales, ya que su base se fija sobre seis pilares sujetos por siete toneladas de piedras enterradas. Hay una estúpida moda que consiste en dejar monedas entre las grietas de la madera que está deteriorando la estructura de los pilares, ojalá la gente se conciencie y deje de imitar estas conductas. El torii no deja de jugar con las mareas, en ciclos de seis horas se inunda o se vacía, en una dicotomía sin fin, flotando en el agua o a merced de los turistas.

El enorme complejo del santuario sobresale de la bahía donde el torii rojo marca la frontera entre lo divino y lo humano. Consta de 37 edificios, entre diversos salones de plegarias, de ofrendas, de purificaciones o de ceremonias. Caminar sobre los pasillos, con techos de paja y adornados con linternas, que parecen flotar encima del agua, sobre todo durante la marea alta, es toda una delicia. No dejarás de lanzar fotos a diestro y siniestro, los estanques, la pagoda de cinco pisos, el torii, todo es icónico. Aunque eso sí, hay que compartir las vistas con cientos de visitantes más.

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Aprovechamos la marea baja para acercarnos todo lo posible al torii y maravillarnos de su porte monumental y sus reflejos en el agua.

En el camino de vuelta al muelle, visitamos el santuario Toyokuni, con el pabellón budista Senjokaku, algo viejo y descuidado pero con una curiosa colección de pinturas y maquetas en sus techos. Las vistas desde su balcón de madera y la espléndida pagoda de 5 pisos y 28 metros de altura sin duda merecían la visita.

Recorremos la calle comercial Omotesando, repleta de olores y sabores, puestos de comida, souvenirs, artesanía, heladerías, cafeterías y muchísimo ambiente. Esta calle y adyacentes se quedan desiertas una vez que desaparecen los turistas del último ferry y todo está cerrado sobre las seis de la tarde. Probamos los deliciosos momiji manju, pastelitos con forma de hoja de arce, de chocolate, aunque tienen infinidad de sabores, y un delicioso granizado de limón y lima. El tiempo se escurría a cada paso y nuestro ferry salía en pocos minutos, ¡ay que pena no poder disfrutar un poco más de esta mágica isla!

Hay turistas que se alojan una noche en ella, si es en un ryokan (alojamiento tradicional) con onsen mucho mejor, y así poder admirar la iluminación nocturna, el increíble atardecer, el amanecer y la ausencia de turistas, rodeados de la tranquilidad y la belleza del lugar. La isla ofrece más atractivos si le dedicas más tiempo, como por ejemplo:

  • Trekking: hay varias rutas de senderismo pero la más clásica es la subida al Monte Misen, la montaña más alta con 500 metros de altura que ofrece unas vistas panorámicas espectaculares sobre el mar interior de Seto.
  • Teleférico: es posible ahorrarse parte de la subida al Monte Misen, aunque faltarán unos metros más para llegar al observatorio.
  • Parque Momijidani: a los pies del Monte Misen encontramos este oasis de naturaleza, un bosque de árboles de arce que está particularmente bonito en noviembre con el cambio de color de las hojas.
  • Templo Daisho-in: templo budista de camino a la cima del Monte Misen que está literalmente fusionado con el bosque. Tiene más de 1200 años y muchos rincones encantadores.

Hasta siempre Miyajima, nos dejaste un buen sabor de boca.

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4 comentarios

  1. Un magnífico reportaje, con referencias y descripciones muy útiles. Los torii han representado para mi algo enigmático, como un reflejo de otros tiempos, desde que leía comics de aventuras donde quedaban reflejados aspectos de la cultura y tradiciones japonesas. Visitar los templos budistas son una asignatura pendiente que tengo. Me gusta el trekking, así si estuviera por allí aprovecharía para subir al monte Misen.
    Felicidades por tan buen artículo. te invito a visitar mi blog y comentar lo que desees.
    Gracias de antemano.
    Saludos.

    1. Muchas gracias por tu reconocimiento. Miyajima tiene mucho que ofrecer, cultura, naturaleza y tranquilidad, si se le dedica al menos un día completo. No dudes en visitar Japón, es algo único en el mundo. Un saludo

  2. Un artículo muy completo.
    No hay que decir «nunca» pero veo difícil poder ir a esta zona. Así que agradezco mucho tener el placer de leer estos textos y ver estas fotos.
    Muchas gracias y Adelante.

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